En 1980, la promulgación de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa en desarrollo del artículo 16 de la Constitución española, puso fin a un largo periodo de siglos de confesionalidad doctrinal e intolerancia, sólo interrumpido por los breves paréntesis de las Constituciones de 1868 y de 1931. La LOLR dio visibilidad al pluralismo religioso existente de hecho en España, y de ahí su transcendencia histórica. Fue un paso adelante imprescindible, pero también parcial e incompleto.
El artículo 16.1 de la CE proclama no sólo la libertad religiosa y de culto, sino, en primer lugar (algo en lo que no se ha reparado suficientemente) la libertad ideológica, que el TC ha terminado identificando con la libertad de conciencia (la libertas philosophandi de Spinoza). Un completo desarrollo hubiera exigido que la ley incluyera ambas libertades. Lo contrario comprometía la igualdad entre creyentes y no creyentes. Y se contravenía, además, una elemental regla de la lógica de conceptos, porque, como ya sugería el orden del artículo 16, la libertad de conciencia es el género y la libertad religiosa la especie, merecedora de una protección jurídica reforzada, no por religiosa, sino por ser libertad de conciencia.
Sorprende además el clamoroso silencio de la LOLR sobre la calificación del Estado en cuanto a su actitud hacia la religión. Porque esa calificación condiciona la calidad de la libertad y de la igualdad, y el número 3 del artículo 16 es lo bastante ambiguo y confuso como para hacer necesaria su concreción en la ley de desarrollo. No basta con decir que el Estado es no confesional o aconfesional. Porque tan aconfesional es el estado laicista, que hace una valoración negativa de la religión, como el estado laico, que se muestra neutral frente a las creencias religiosas. Y de esa neutralidad son expresión tanto la laicidad (respeto del Estado a las creencias y convicciones de sus ciudadanos) como la tolerancia (respeto de los ciudadanos a las creencias y convicciones de los otros ciudadanos), dos de los principios básicos del pacto por la convivencia.
Urge, en mi opinión, subsanar ambas deficiencias, lo que en nada ensombrece el merecido homenaje a sus 40 años de vigencia y todos cuantos participaron en su elaboración.
Dionisio Llamazares Fernández. Director General de Asuntos Religiosos (1991 – 1993)