La ley de libertad religiosa, cuyo cuarenta aniversario celebramos, es hija del espíritu de la Transición. La mejor prueba de ello es que fue aprobada por las Cortes Generales sin ningún voto en contra y con tan sólo cinco abstenciones. Fue el resultado de la voluntad tanto de las fuerzas políticas como de las confesiones religiosas de que el “hecho religioso” fuera un factor esencial de la concordia con que se pretendía basar la convivencia de los españoles en la nueva etapa política que se abría con la Constitución de 1978.
La Constitución suponía un cambio substancial de la regulación del hecho religioso en nuestra vida pública. El Estado dogmáticamente confesional quedaba sustituido por un modelo basado en cuatro principios informadores: la libertad religiosa de los individuos y de las comunidades, la laicidad del Estado, la igualdad de las confesiones ante la ley y la cooperación de éstas con el Estado. A la integración de estos principios es a lo que el Tribunal Constitucional ha llamado “laicidad positiva” en un cuerpo doctrinal consolidado. La piedra angular de este sistema constitucional es la libertad religiosa, que debe desplegar todos sus efectos en la vida social y pública y cuyo ejercicio debe gozar de las máximas garantías.
Adolfo Suárez convocó elecciones el mismo día en que entró en vigor la Constitución. Logró una nueva victoria electoral el 1 de marzo de 1979 y, tras obtener la investidura, formó su tercer gobierno, cuyo programa estaba centrado en el desarrollo de la Constitución tanto en lo que se refiere a los derechos fundamentales y libertades como a los aspectos orgánicos e institucionales. La ley de libertad religiosa fue la primera que se remitió a las Cortes Generales. Fue elaborada con tres propósitos básicos: la voluntad de consenso, con la conformidad y apoyo de las confesiones; intervención mínima por parte del Estado; desarrollo del “principio de cooperación” a través de un sistema pacticio mediante “acuerdos” con las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas con “notorio arraigo”. Las fuentes de este modelo eran las Constituciones alemana e italiana.
En la tramitación parlamentaria se recogieron enmiendas de prácticamente la totalidad de los Grupos parlamentarios mediante transacciones, que perfilaron y enriquecieron el texto del proyecto de ley. El espíritu con el que se debatió el proyecto fue de colaboración y concordia. Ello le permitió decir a Iñigo Cavero, ministro de Justicia, al defender la ley en el Senado: “Por primera vez en España se ha asumido seriamente y al mismo tiempo de manera moderna, a la altura del tiempo histórico en el que nos cabe vivir, el fundamental derecho a la libertad religiosa, arrumbando viejas y definitivamente superadas querellas históricas en el campo religioso”.
La ley ha creado un marco que ha permitido a lo largo de estos cuarenta años unas fluidas relaciones de las Confesiones religiosas con los poderes públicos y, al mismo tiempo, su aplicación ha tenido en cuenta la evolución de la sociedad española en lo que se refiere a las creencias religiosas. En este sentido, la “sobriedad” de la ley, que sólo regula lo que pertenece al núcleo esencial de la libertad religiosa, más que un defecto es una virtud. Porque en materia de libertades -y más aún en la que afecta a una dimensión tan honda de la persona como es la religiosa- es una sabia orientación regular sólo lo que resulta imprescindible para garantizar su ejercicio con seguridad jurídica.
Creo que en su andadura a través de estos cuarenta años, con todas las limitaciones y deficiencias, la ley ha hecho un buen servicio a la sociedad española. Mi modesta opinión es que el contenido de la ley sigue vigente y no necesita su reforma para que siga siendo fiel al espíritu con el que nació. Lo importante, mirando al futuro, es que aquella voluntad de concordia no se marchite y no se abran paso en nuestra sociedad actitudes hostiles hacia el fenómeno religioso. La “laicidad positiva”, en los términos elaborados por nuestro Tribunal Constitucional, es el faro que debería guiar los futuros desarrollos de la ley, en especial el relativo al “principio de cooperación”.
Eugenio Nasarre Goicoechea. Director General de Asuntos Religiosos (1979-1980)